capitulo cuatro:
En la calma de la pequeña sala de espera beis, a lali le pitaba el oído
malo. Se lo mas-ajeó, una costumbre desde el accidente, que la había dejado
medio sorda. No sirvió de nada. En el otro extremo de la habitación,
giraron el pomo de la puerta. Una mujer con una blusa blanca de gasa, una
falda verde oliva y un magnífico pelo rubio, recogido, apareció en el
espacio iluminado por una lámpara.
—¿lali?
Su voz baja competía con el burbujeo de un acuario que tenía dentro un
buzo de plástico fluorescente arrodillado en la arena, pero no había señal
de que contuviera peces.
lali le echó un vistazo al vestíbulo vacío, deseando invocar a una
lali invisible que ocupara su lugar en ese momento.
—Soy la doctora anais. Entra, por favor.
Desde que su padre se había vuelto a casar hacía cuatro años, lali
había sobrevivido a una armada de terapeutas. Una vida controlada por tres
adultos que no se ponían de acuerdo en nada resultaba mucho más
complicada que una dirigida por dos. Su padre había dudado del primer
psicoanalista, un freudiano de la vieja escuela, casi tanto como su madre
había odiado al segundo, un psiquiatra de párpados pesados que repartía
atontamiento en pastillas. Luego Rhoda, la nueva esposa del padre, entró
en escena y lo intentó con el orientador del instituto, con un acupuntor y
con clases de control de la ira. Pero lali se había puesto firme en la
elección de la condescendiente terapeuta familiar, en cuyo despacho su
padre nunca se había sentido menos de la familia. En realidad, le había
medio gustado el último loquero, que había propuesto un lejano internado
en Suiza, hasta que su madre se enteró y amenazó con demandar al padre.
lali se fijó en los zapatos marrones, de piel y sin cordones, de su
nueva terapeuta. Ella ya se había sentado en el diván enfrente de
muchos pares de zapatos similares. Las doctoras tenían aquel truquito: se quitaban
sus zapatos planos al principio de la sesión y volvían a ponérselos para
indicar
que habían terminado. Todas debían de haber leído el mismo
artículo aburrido sobre que el Método del Zapato era una manera más
delicada de decirle al paciente que se había acabado el tiempo.
La consulta era expresamente tranquilizante: un largo diván de piel
granate apoyado contra la ventana de postigos cerrados, dos sillas
tapizadas enfrente de una mesa de centro con un cuenco lleno de esos
caramelos de café con el envoltorio dorado y una alfombra bordada con
huellas de distintos colores. Un ambientador eléctrico hacía que todo oliera
a canela, lo que a lali no le importaba. anais se sentó en una de las
sillas. lali tiró al suelo su bolsa, que cayó con un golpe fuerte (los
libros de las clases avanzadas eran ladrillos) y se deslizó en el diván.
bonito sitio —dijo—. Debería comprar uno de esos péndulos
oscilantes de bolas plateadas. Mi última doctora tenía uno. O tal vez una
fuente con grifos para agua caliente y fría.-
—Si quieres agua, hay una jarra junto al lavabo. No me importaría…
—No se preocupe.
lali ya había dejado escapar más palabras de las que pretendía
pronunciar en toda la hora. Estaba nerviosa. Respiró hondo y volvió a
levantar sus muros. Se recordó a sí misma que era una estoica.
anais liberó uno de los pies de los zapatos marrones y luego usó la
punta de ese pie enfundado en la media para quitarse el otro zapato por el
talón y revelar unas uñas rojas. Con los dos pies metidos bajo los muslos,
anais apoyó la barbilla en la palma de la mano.
—¿Qué te ha traído aquí?
Cuando lali se veía atrapada en una mala situación, su mente volaba
a destinos disparatados que no intentaba evitar. Se imaginó una caravana
pasando por un desfile triunfal en medio de New Iberia, escoltándola a lo
grande hasta su terapia.
Pero anais parecía sensata, interesada en la realidad de la que lali
ansiaba escapar. Lo que la había llevado allí era su Jeep rojo. El tramo de
veintisiete kilómetros entre aquella consulta y su instituto la había llevado
allí, y cada segundo llevaba a otro minuto que no estaba en la escuela
calentando para la carrera a campo a través de aquella tarde. La mala
suerte la había llevado allí.
¿O era la carta del hospital Acadia Vermilion, donde afirmaban que
debido a su último intento de suicidio la terapia no era opcional sino
obligatoria?
En la calma de la pequeña sala de espera beis, a lali le pitaba el oído
malo. Se lo mas-ajeó, una costumbre desde el accidente, que la había dejado
medio sorda. No sirvió de nada. En el otro extremo de la habitación,
giraron el pomo de la puerta. Una mujer con una blusa blanca de gasa, una
falda verde oliva y un magnífico pelo rubio, recogido, apareció en el
espacio iluminado por una lámpara.
—¿lali?
Su voz baja competía con el burbujeo de un acuario que tenía dentro un
buzo de plástico fluorescente arrodillado en la arena, pero no había señal
de que contuviera peces.
lali le echó un vistazo al vestíbulo vacío, deseando invocar a una
lali invisible que ocupara su lugar en ese momento.
—Soy la doctora anais. Entra, por favor.
Desde que su padre se había vuelto a casar hacía cuatro años, lali
había sobrevivido a una armada de terapeutas. Una vida controlada por tres
adultos que no se ponían de acuerdo en nada resultaba mucho más
complicada que una dirigida por dos. Su padre había dudado del primer
psicoanalista, un freudiano de la vieja escuela, casi tanto como su madre
había odiado al segundo, un psiquiatra de párpados pesados que repartía
atontamiento en pastillas. Luego Rhoda, la nueva esposa del padre, entró
en escena y lo intentó con el orientador del instituto, con un acupuntor y
con clases de control de la ira. Pero lali se había puesto firme en la
elección de la condescendiente terapeuta familiar, en cuyo despacho su
padre nunca se había sentido menos de la familia. En realidad, le había
medio gustado el último loquero, que había propuesto un lejano internado
en Suiza, hasta que su madre se enteró y amenazó con demandar al padre.
lali se fijó en los zapatos marrones, de piel y sin cordones, de su
nueva terapeuta. Ella ya se había sentado en el diván enfrente de
muchos pares de zapatos similares. Las doctoras tenían aquel truquito: se quitaban
sus zapatos planos al principio de la sesión y volvían a ponérselos para
indicar
que habían terminado. Todas debían de haber leído el mismo
artículo aburrido sobre que el Método del Zapato era una manera más
delicada de decirle al paciente que se había acabado el tiempo.
La consulta era expresamente tranquilizante: un largo diván de piel
granate apoyado contra la ventana de postigos cerrados, dos sillas
tapizadas enfrente de una mesa de centro con un cuenco lleno de esos
caramelos de café con el envoltorio dorado y una alfombra bordada con
huellas de distintos colores. Un ambientador eléctrico hacía que todo oliera
a canela, lo que a lali no le importaba. anais se sentó en una de las
sillas. lali tiró al suelo su bolsa, que cayó con un golpe fuerte (los
libros de las clases avanzadas eran ladrillos) y se deslizó en el diván.
bonito sitio —dijo—. Debería comprar uno de esos péndulos
oscilantes de bolas plateadas. Mi última doctora tenía uno. O tal vez una
fuente con grifos para agua caliente y fría.-
—Si quieres agua, hay una jarra junto al lavabo. No me importaría…
—No se preocupe.
lali ya había dejado escapar más palabras de las que pretendía
pronunciar en toda la hora. Estaba nerviosa. Respiró hondo y volvió a
levantar sus muros. Se recordó a sí misma que era una estoica.
anais liberó uno de los pies de los zapatos marrones y luego usó la
punta de ese pie enfundado en la media para quitarse el otro zapato por el
talón y revelar unas uñas rojas. Con los dos pies metidos bajo los muslos,
anais apoyó la barbilla en la palma de la mano.
—¿Qué te ha traído aquí?
Cuando lali se veía atrapada en una mala situación, su mente volaba
a destinos disparatados que no intentaba evitar. Se imaginó una caravana
pasando por un desfile triunfal en medio de New Iberia, escoltándola a lo
grande hasta su terapia.
Pero anais parecía sensata, interesada en la realidad de la que lali
ansiaba escapar. Lo que la había llevado allí era su Jeep rojo. El tramo de
veintisiete kilómetros entre aquella consulta y su instituto la había llevado
allí, y cada segundo llevaba a otro minuto que no estaba en la escuela
calentando para la carrera a campo a través de aquella tarde. La mala
suerte la había llevado allí.
¿O era la carta del hospital Acadia Vermilion, donde afirmaban que
debido a su último intento de suicidio la terapia no era opcional sino
obligatoria?
Yo k pensaba k era una especie d heroína ,y resulta k es una loca suicida ,muy cobarde para enfrentarse a las adversidades.
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