capitulo dos:
peter no iba al colegio. Él estudiaba a la chica. Los Portadores de la
Simiente le obligaban a hacerlo, a perseguirla. A aquellas alturas, ya era un
experto.
A la chica le encantaban las pacanas y las noches despejadas en que
podía ver las estrellas. Tenía muy mala postura en la mesa, pero cuando
corría, parecía que volaba. Se depilaba las cejas con unas pinzas de
brillantitos y en Halloween todos los años se disfrazaba con el viejo
vestido de Cleopatra de su madre. Bañaba la comida en tabasco, corría un
kilómetro y medio en menos de seis minutos y tocaba la guitarra Gibson de
su abuelo, sin técnica pero con mucho sentimiento. Pintaba lunares en sus
uñas y en las paredes de su habitación. Soñaba con dejar las aguas
pantanosas del bayou por una gran ciudad como Dallas o Memphis, y tocar
canciones a micrófono abierto en clubes nocturnos. Quería a su madre con
locura, una pasión inquebrantable que peter envidiaba y se esforzaba por
comprender. Llevaba camisetas de tirantes en invierno, iba con sudaderas a
la playa, le daban miedo las alturas y aun así adoraba las montañas rusas, y
no pensaba casarse nunca. No lloraba. Al reír cerraba los ojos.
Lo sabía todo sobre ella. Bordaría cualquier examen sobre sus
complejidades. Había estado observándola desde el 29 de febrero en el que
había nacido. Al igual que todos los Portadores de la Simiente. Había
estado observándola desde antes de que ninguno de ellos aprendiera a
hablar. Nunca habían hablado.
Ella era su vida.
Y tenía que matarla.
La chica y su madre tenían las ventanillas bajadas. A los Portadores de
la Simiente no les gustaría. Sabía perfectamente que a uno de sus tíos le
habían encargado bloquear las ventanas mientras madre e hija jugaban a
las cartas en una cafetería con el toldo azul.
Sin embargo, peter había visto una vez a la madre de la chica meter un
palo en el regulador de tensión de un coche con la batería descargada para
arrancarlo de nuevo. Había visto a la joven cambiar un neumático a un lado
de la carretera con un calor espantoso sin derramar una gota de sudor.
Aquellas mujeres podían hacer ciertas cosas. «Más razón aún para
matarla», decían sus tíos, llevándole siempre a defender el linaje de los
Portadores de la Simiente. Pero a peter no le asustaba nada de lo que veía
en aquella chica; todo aumentaba su fascinación por ella.
Unos antebrazos bronceados asomaron por ambas ventanillas al pasar
por el kilómetro tres.
De tal palo tal astilla. Las dos giraban las muñecas al
ritmo de la música que sonaba en la radio y que a peter le hubiera gustado
oír.
Se preguntaba cómo olería la sal en la piel de la chica. La idea de estar
lo bastante cerca para olerla le bañaba como una ola de placer vertiginoso
que se elevaba hasta la náusea.
Una cosa era cierta: jamás la tendría.
Cayó de rodillas en el banco. La embarcación se balanceó bajo su peso,
destruyendo el reflejo de la luna naciente. Luego volvió a tambalearse, con
más fuerza, lo que indicaba una alteración en alguna parte, en el agua.
Se estaba formando la ola.
Lo único que debía hacer era observar. Su familia se lo había dejado
muy claro. La ola alcanzaría el coche y lo haría caer por encima del puente
como una flor arrastrada por el desbordamiento de una fuente. El mar se
las tragaría hasta sus profundidades. Eso era todo.
Cuando su familia había urdido el plan en el destartalado apartamento de
vacaciones de Cayo Hueso con «vistas al jardín» (un callejón lleno de
hierbajos), nadie había hablado de las olas subsiguientes que harían
desaparecer tanto a la madre como a la hija. Nadie mencionó lo despacio
que se descompone un cadáver en el agua fría. Pero peter llevaba toda la
semana teniendo pesadillas en las que imaginaba el cuerpo de la joven tras
su muerte.
Su familia dijo que después de la ola se acabaría todo y peter podría
comenzar una nueva vida. ¿Acaso no era eso lo que había dicho que
quería?
Simplemente tenía que asegurarse de que el coche se quedara bajo el
mar el tiempo suficiente para que la chica muriera. Si por casualidad —
aquí los tíos empezaron a discutir— la madre y la hija conseguían liberarse
y salir a la superficie, entonces peter tendría que…
«No», repuso su tía Cora con una voz lo bastante alta para silenciar una
habitación llena de hombres. Cora era lo más parecido que peter tenía a
una madre. La quería, pero no le gustaba. «No ocurrirá», había dicho. La
ola que Cora provocaría sería lo bastante fuerte. peter no tendría que
ahogar a la chica con sus propias manos. Los Portadores de la Simiente no
eran asesinos. Eran los custodios de la humanidad, los que impedían la
llegada del Apocalipsis. Estaban generando «un acto de Dios».
Pero sí era un asesinato. En aquel momento la chica estaba viva
----------------------------continuara--------------------------------------
comenten
-besos isi <3
peter no iba al colegio. Él estudiaba a la chica. Los Portadores de la
Simiente le obligaban a hacerlo, a perseguirla. A aquellas alturas, ya era un
experto.
A la chica le encantaban las pacanas y las noches despejadas en que
podía ver las estrellas. Tenía muy mala postura en la mesa, pero cuando
corría, parecía que volaba. Se depilaba las cejas con unas pinzas de
brillantitos y en Halloween todos los años se disfrazaba con el viejo
vestido de Cleopatra de su madre. Bañaba la comida en tabasco, corría un
kilómetro y medio en menos de seis minutos y tocaba la guitarra Gibson de
su abuelo, sin técnica pero con mucho sentimiento. Pintaba lunares en sus
uñas y en las paredes de su habitación. Soñaba con dejar las aguas
pantanosas del bayou por una gran ciudad como Dallas o Memphis, y tocar
canciones a micrófono abierto en clubes nocturnos. Quería a su madre con
locura, una pasión inquebrantable que peter envidiaba y se esforzaba por
comprender. Llevaba camisetas de tirantes en invierno, iba con sudaderas a
la playa, le daban miedo las alturas y aun así adoraba las montañas rusas, y
no pensaba casarse nunca. No lloraba. Al reír cerraba los ojos.
Lo sabía todo sobre ella. Bordaría cualquier examen sobre sus
complejidades. Había estado observándola desde el 29 de febrero en el que
había nacido. Al igual que todos los Portadores de la Simiente. Había
estado observándola desde antes de que ninguno de ellos aprendiera a
hablar. Nunca habían hablado.
Ella era su vida.
Y tenía que matarla.
La chica y su madre tenían las ventanillas bajadas. A los Portadores de
la Simiente no les gustaría. Sabía perfectamente que a uno de sus tíos le
habían encargado bloquear las ventanas mientras madre e hija jugaban a
las cartas en una cafetería con el toldo azul.
Sin embargo, peter había visto una vez a la madre de la chica meter un
palo en el regulador de tensión de un coche con la batería descargada para
arrancarlo de nuevo. Había visto a la joven cambiar un neumático a un lado
de la carretera con un calor espantoso sin derramar una gota de sudor.
Aquellas mujeres podían hacer ciertas cosas. «Más razón aún para
matarla», decían sus tíos, llevándole siempre a defender el linaje de los
Portadores de la Simiente. Pero a peter no le asustaba nada de lo que veía
en aquella chica; todo aumentaba su fascinación por ella.
Unos antebrazos bronceados asomaron por ambas ventanillas al pasar
por el kilómetro tres.
De tal palo tal astilla. Las dos giraban las muñecas al
ritmo de la música que sonaba en la radio y que a peter le hubiera gustado
oír.
Se preguntaba cómo olería la sal en la piel de la chica. La idea de estar
lo bastante cerca para olerla le bañaba como una ola de placer vertiginoso
que se elevaba hasta la náusea.
Una cosa era cierta: jamás la tendría.
Cayó de rodillas en el banco. La embarcación se balanceó bajo su peso,
destruyendo el reflejo de la luna naciente. Luego volvió a tambalearse, con
más fuerza, lo que indicaba una alteración en alguna parte, en el agua.
Se estaba formando la ola.
Lo único que debía hacer era observar. Su familia se lo había dejado
muy claro. La ola alcanzaría el coche y lo haría caer por encima del puente
como una flor arrastrada por el desbordamiento de una fuente. El mar se
las tragaría hasta sus profundidades. Eso era todo.
Cuando su familia había urdido el plan en el destartalado apartamento de
vacaciones de Cayo Hueso con «vistas al jardín» (un callejón lleno de
hierbajos), nadie había hablado de las olas subsiguientes que harían
desaparecer tanto a la madre como a la hija. Nadie mencionó lo despacio
que se descompone un cadáver en el agua fría. Pero peter llevaba toda la
semana teniendo pesadillas en las que imaginaba el cuerpo de la joven tras
su muerte.
Su familia dijo que después de la ola se acabaría todo y peter podría
comenzar una nueva vida. ¿Acaso no era eso lo que había dicho que
quería?
Simplemente tenía que asegurarse de que el coche se quedara bajo el
mar el tiempo suficiente para que la chica muriera. Si por casualidad —
aquí los tíos empezaron a discutir— la madre y la hija conseguían liberarse
y salir a la superficie, entonces peter tendría que…
«No», repuso su tía Cora con una voz lo bastante alta para silenciar una
habitación llena de hombres. Cora era lo más parecido que peter tenía a
una madre. La quería, pero no le gustaba. «No ocurrirá», había dicho. La
ola que Cora provocaría sería lo bastante fuerte. peter no tendría que
ahogar a la chica con sus propias manos. Los Portadores de la Simiente no
eran asesinos. Eran los custodios de la humanidad, los que impedían la
llegada del Apocalipsis. Estaban generando «un acto de Dios».
Pero sí era un asesinato. En aquel momento la chica estaba viva
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comenten
-besos isi <3
Hola Acabo de encontrar tú blog hasta ahora no entiendo nada de la nove Jajaja espero más capítulos besos
ResponderEliminarSi la tiene vigilada desde k nació ,ya tiene un vínculo fuerte con ella ,no creo k d lugar a los acontecimientos.
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