miércoles, 29 de abril de 2015

capitulo doce:

Incluso a Cat hasta hacía poco se le habían llenado los ojos de lágrimas
cada vez que veía a lali. Se sonaba la nariz, se reía y decía: «A mí ni
siquiera me gusta mi madre, pero me volvería loca si la perdiera».
lali se había vuelto loca, pero porque no se derrumbara ni llorase, no
se lanzara a los brazos de cualquiera que intentase abrazarla o se cubriera
de pulseras, ¿acaso la gente creía que no estaba triste por la muerte de su
madre?
Sentía un profundo dolor cada día, todo el tiempo, en cada átomo del
cuerpo.
«Sabrías cómo salir hasta de una madriguera en Siberia, niña.» La voz
de Diana le llegó al pasar por la encalada tienda de pesca de Herbert y girar
a la izquierda hacia la carretera de gravilla bordeada de altos tallos de caña
de azúcar. El paisaje a ambos lados del recorrido de cinco kilómetros entre
New Iberia y Lafayette era uno de los más bonitos de los tres condados:
enormes robles esculpidos hacia un cielo azul, campos exuberantes
salpicados de hierba doncella en primavera, y una caravana solitaria, sobre
unos pilotes, a medio kilómetro de la carretera. A Diana le encantaba aquel
tramo. Lo llamaba «la última boqueada del campo antes de la
civilización».
lali  no había pasado por aquella carretera desde la muerte de su
madre. Había tomado ese camino con mucha tranquilidad, sin pensar que
podría hacerle daño, pero de repente no pudo respirar. Cada día un dolor
nuevo la encontraba y la apuñalaba, como si aquella profunda pena fuera la
madriguera de la que no saldría hasta que muriera.
Estuvo a punto de detener el coche para echar a correr. Cuando corría, no
pensaba. Se le aclaraba la mente, las ramas de los robles la abrazaban con
sus brazos peludos de musgo negro y los pies comenzaban a moverse, las
piernas a arder, el corazón a latir, los brazos a subir y bajar, a perderse por
los senderos hasta que estaba muy lejos.
Pensó en la competición. Quizá podría canalizar la desesperación hacia
algo útil. Si pudiera llegar al instituto a tiempo…
La semana anterior, por fin le habían quitado el último de los pesados
yesos que debía llevar en las muñecas rotas (se había destrozado la derecha
de tal manera que se la tuvieron que recolocar tres veces). No soportaba
llevar aquella cosa y tenía unas ganas tremendas de que se la cortaran. Pero
cuando el traumatólogo arrojó la escayola a la basura una semana antes y
declaró que se había curado, le pareció una broma.
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corto pero estoy estudiando
gracias nara los leere aunque mas de uno que me enviaste lo leeo =D
besos isi
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