viernes, 24 de abril de 2015

capitulo tres:

Tenía 
amigos y una familia que la quería. Tenía una vida ante ella, varias
posibilidades que se abrían en abanico, como las ramas de un roble hacia
un cielo infinito. Poseía un don para hacer que las cosas a su alrededor
parecieran espectaculares.
A peter no le gustaba pensar en el hecho de que algún día la chica
pudiera llegar a hacer lo que los Portadores de la Simiente temían que
hiciera. La duda le consumía. Conforme la ola se acercaba, consideró dejar
que se lo llevara a él también.
Si quería morir, tendría que salir del barco. Tendría que soltar los
asideros del final de la cadena soldada al ancla. Daba igual lo fuerte que
fuese la ola, porque la cadena de peter no se rompería; no arrancaría el
ancla del fondo del mar. Estaba hecha de oricalco, un antiguo metal
considerado mitológico por los arqueólogos modernos. El ancla de aquella
cadena era una de las cinco reliquias hechas con la sustancia que los
Portadores de la Simiente preservaban. La madre de la chica, una científica
poco común que creía en la existencia de cosas que no podía demostrar,
habría arriesgado toda su carrera por descubrir tan solo una.
El ancla, la lanza y el átlatl, el vaso lacrimatorio y el pequeño cofre
tallado que desprendía una luz verde antinatural era lo que quedaba de su
estirpe, del mundo del que nadie hablaba, del pasado que los Portadores de
la Simiente tenían como única misión contener.
La chica no sabía nada de los Portadores de la Simiente. Pero ¿acaso
conocía sus propios orígenes? ¿Podía retroceder en su linaje familiar tan
rápido como él podía recorrer el suyo, retroceder al mundo perdido en la
inundación, al secreto al que ambos, ella y él, estaban inextricablemente
vinculados?
Había llegado el momento. El coche se acercaba al kilómetro seis. peter
observó como la ola emergía contra un cielo que se iba oscureciendo hasta
que su cresta blanca dejó de confundirse con una nube. Vio como se
elevaba a cámara lenta, seis metros, diez metros; una pared de agua que
avanzaba hacia ellas, negra como la noche.
Su rugido casi ahogó el grito que salió del vehículo. Un alarido que no
parecía propio de ella, sino más bien de la madre. peter se estremeció. El
sonido indicaba que por fin habían visto la ola. Las luces de los frenos se
encendieron. Después se aceleró el motor. Demasiado tarde.
La tía Cora había cumplido con su palabra: había levantado la ola
perfectamente. Esta llevaba un tenue olor a citronela,
 el toque de Cora para
ocultar el hedor a metal quemado que acompañaba a la hechicería del
Céfiro. Compacta a lo ancho, la ola era más alta que un edificio de tres
plantas, con un vórtice concentrado en sus entrañas y un borde espumoso
que partiría el puente por la mitad, pero dejaría intacto el suelo a ambos
lados. Cumpliría con su función limpiamente y, lo que era más importante,
deprisa. Apenas daría tiempo a los turistas detenidos al principio del
puente a sacar los móviles para grabarlo.
Cuando rompió la ola, el tubo se extendió por el puente y volvió hacia
atrás para chocar contra la barrera divisoria de la carretera a tres metros
delante del coche, justo como estaba planeado. El puente crujió. La
carretera se combó. El coche giró hacia el centro del remolino. El chasis se
llenó de agua. La ola lo levantó y el vehículo pasó por encima de la cresta
para salir disparado hacia el puente por una rampa de mar agitado.
peter vio como el Chrysler daba una vuelta en el aire hacia la pared de
la ola. Mientras bajaba tambaleándose, el chico quedó consternado por lo
que vio a través del parabrisas. Allí estaba ella, con su cabello rubio
oscuro, extendido hacia fuera y hacia arriba. Un suave contorno, como el
de una sombra proyectada por la luz de una vela. Los brazos estirados
hacia su madre, cuya cabeza golpeaba el volante. Su grito atravesó a peter
como si fuera cristal.
Si aquello no hubiera sucedido, todo podría haber sido diferente. Pero
ocurrió.
Por primera vez en su vida, le miró.
Las manos de peter resbalaron de los asideros del ancla de oricalco. Sus
pies se levantaron del suelo del barco pesquero. Para cuando el coche cayó
al agua, el chico ya estaba nadando hacia la ventanilla abierta, luchando
contra la ola, sacando las últimas fuerzas antiguas que fluían por su sangre.
Era la guerra entre peter y la ola. Esta chocaba contra él, le empujaba
hacia el banco de arena del golfo, aporreándole las costillas, amoratándole
el cuerpo. peter apretó los dientes y nadó a pesar del dolor, a pesar del
arrecife de coral que le rasgaba la piel, a pesar de los fragmentos de cristal
y los trozos del guardabarros, a pesar de las gruesas cortinas de algas. Sacó
la cabeza a la superficie para coger aire y vio la retorcida silueta del coche,
que desapareció bajo un mundo de espuma. Casi se echó a llorar ante la
idea de no llegar a tiempo.
Todo se calmó. La ola se retiró, reuniendo los restos flotantes, y elevó el
coche a su paso. Dejando a peter atrás.
-------------------------------------continuara-------------------------------------
3 comentarios y mas

3 comentarios: